El mitote: del fuego sagrado al ruido cotidiano

Antes de ser sinónimo de alboroto, el mitote fue un ritual de fuego, danza y trance que unía a comunidades enteras en Mesoamérica. 

Mucho antes de que se gritara “¡qué mitote traes!” para señalar un escándalo, esta palabra nombraba una ceremonia que conectaba lo humano con lo divino.

Los cronistas del siglo XVI quedaron desconcertados: miles de personas bailaban en torno a una hoguera durante horas, envueltas en el ritmo de tambores y cantos ancestrales. Desde fuera, parecía caos; desde dentro, era una coreografía invisible que ligaba al cuerpo con la tierra, al espíritu con el cosmos.

El mitote tenía un calendario preciso. Entre coras, huicholes y tepehuanos, enero, junio y octubre eran fechas para agradecer la cosecha, invocar la lluvia o preparar el siguiente ciclo agrícola. Otros pueblos, como los chichimecas, lo practicaban antes de la guerra: en lugar de pedir maíz, solicitaban fuerza y la bendición de los dioses de la batalla.

Pero no todo era súplica. El mitote también era trance. El ruido de los tambores, repetitivo y profundo, sumía a los participantes en un estado liminal. No era un baile cualquiera: cada gesto, cada símbolo sostenido en las manos, cada brazo extendido hacia el fuego, formaba parte de una liturgia donde la comunidad se reconocía como un solo organismo.

Algunas tradiciones orales incluso lo colocan en el origen de la humanidad. Según un mito, los dioses crearon al hombre con maíz, pero temieron que alcanzara demasiada sabiduría. Para limitarlo, enviaron una neblina llamada “mitote”, que nubló su visión. El humo, entonces, no era solo rito: era frontera entre lo divino y lo humano, un velo que podía atravesarse si se sabía mirar.

Hoy, el mitote sobrevive más en las palabras que en los fuegos rituales. Se le dice así al chisme jugoso, a la fiesta ruidosa, al escándalo colectivo. “Se armó el mitote” cuando hay drama; “no hagas tanto mitote” cuando alguien exagera; “eres un mitotero” para el que disfruta del barullo. La transformación semántica refleja algo esencial: seguimos necesitando ruido, reunión y energía compartida.

En los patios de tierra de antaño o en los chats encendidos de hoy, el mitote conserva su esencia: no es mero alboroto, sino la pulsión de juntarnos, de cantar y de no dejar que la vida transcurra en silencio

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