Los inmigrantes en EE.UU. no cuentan con todas las garantías que protege la Constitución para los ciudadanos.
En medio del debate migratorio, es común escuchar que los inmigrantes tienen los mismos derechos constitucionales que los ciudadanos estadounidenses. Pero esa premisa es imprecisa, sobre todo cuando se trata de procesos migratorios. A diferencia de un juicio penal, donde rigen amplias protecciones constitucionales, los procedimientos de inmigración son civiles, y los derechos que aplican son limitados y definidos por el Congreso.
Uno de los errores más comunes es pensar que un inmigrante tiene derecho automático a entrar o permanecer en EE.UU. La realidad es que el ingreso a territorio estadounidense no es un derecho, sino un privilegio que el gobierno federal puede conceder o negar bajo sus propias condiciones. De hecho, quienes intentan entrar al país —incluso si ya han vivido aquí— no gozan de derechos como la protección contra castigos retroactivos ni la libertad de expresión como mecanismo para evitar la deportación.
La Corte Suprema ha sostenido desde el siglo XIX que la exclusión o expulsión de un extranjero es una prerrogativa del poder político, no una decisión sujeta al control judicial ordinario. Es por eso que agentes de inmigración pueden arrestar sin orden judicial, y que los inmigrantes no tienen derecho a un abogado público o a advertencias Miranda durante sus procedimientos de remoción.
Dentro del país, los derechos de debido proceso varían según el estatus migratorio. Quienes han estado menos de dos años y entraron sin autorización pueden ser expulsados sin audiencia. Aquellos con procesos más avanzados tienen derecho a una audiencia ante jueces migratorios —que no son jueces federales, sino empleados del Departamento de Justicia— pero incluso esas decisiones pueden ser anuladas por el Fiscal General.
Los no ciudadanos también enfrentan restricciones específicas a derechos como el de libertad de expresión. Por ejemplo, mientras un ciudadano puede apoyar públicamente a un grupo considerado terrorista, un inmigrante podría ser deportado por hacer lo mismo. Incluso los residentes legales pueden ser expulsados si participan en actividades que el gobierno considere dañinas para la política exterior.
En casos extremos, como durante guerras o amenazas a la seguridad nacional, el presidente puede ordenar la remoción de ciudadanos extranjeros sin necesidad de órdenes judiciales, amparado por leyes como el Alien Enemies Act de 1798. Recientemente, esta norma fue invocada para remover a miembros de una organización venezolana considerada terrorista.
En resumen, los inmigrantes en EE.UU. no cuentan con todas las garantías que protege la Constitución para los ciudadanos. Sus derechos en procesos migratorios son limitados, condicionados por su estatus y definidos por la ley. Quien entra al país —o intenta quedarse sin autorización— lo hace bajo reglas distintas, donde la soberanía del Estado tiene la última palabra.



