La zona está geográficamente aislada y lejos de los principales corredores laborales de Los Ángeles.
En la narrativa oficial, aprovechar los terrenos que dejaron los incendios de enero para construir vivienda asequible puede parecer una solución ingeniosa: se atiende la crisis habitacional y se da nuevo uso a lotes vacíos. Pero el escenario cambia cuando la propuesta aterriza en Pacific Palisades, un enclave que funciona con reglas y precios muy distintos al resto de la ciudad.
Uno de los principales obstáculos es la falta de infraestructura pública básica para soportar un cambio de densidad poblacional. La zona no cuenta con hospitales cercanos con capacidad para atender un aumento en la población ni con escuelas públicas que puedan absorber una matriculación de estudiantes mayor sin ampliar instalaciones. La policía y los bomberos dependen de estaciones que ya operan al límite, diseñadas para atender a una comunidad mucho más pequeña y homogénea.
A esta fragilidad estructural se suma un riesgo evidente: el peligro de futuros incendios. Pacific Palisades es una zona catalogada como de alta peligrosidad por su topografía y vegetación, con rutas de evacuación limitadas y saturables en minutos. Aumentar la densidad poblacional sin resolver salidas adicionales, seguros accesibles y planes de contingencia significaría poner a más personas en el epicentro de una amenaza recurrente, con el agravante de que las pólizas contra incendios en la zona ya son costosas y difíciles de obtener.
El acceso al trabajo también es un reto. La zona está geográficamente aislada y lejos de los principales corredores laborales de Los Ángeles. La red de transporte público prácticamente no llega, y para un residente de bajos ingresos, depender del automóvil —con sus costos de gasolina, seguro y estacionamiento— no es una opción viable. Esto convertiría a la supuesta “oportunidad de vivienda” en un gasto insostenible y en un riesgo de aislamiento social y económico.
A ello se suma un problema invisible: el costo de vida. Pacific Palisades no tiene supermercados de bajo costo ni servicios accesibles; la mayoría de los comercios son boutiques y restaurantes de precios altos. Incluso con una renta subsidiada, vivir en el barrio implicaría pagar más por alimentos, servicios y mantenimiento que en otras áreas de la ciudad. En la práctica, el ahorro en vivienda se diluiría mes a mes en gastos cotidianos.
El mercado inmobiliario local también plantea un dilema. Con propiedades valoradas en millones, cualquier cambio en la zonificación para introducir vivienda asequible podría disparar litigios y presiones políticas. No solo está en juego la plusvalía, sino también la imagen de exclusividad que define al barrio y, con ella, la disposición de los actuales residentes a invertir en mejoras y mantenimiento comunitario.
Finalmente, la propuesta ignora un elemento clave de la política de vivienda: la necesidad de ubicar proyectos asequibles en lugares donde existan oportunidades reales de empleo, educación y movilidad social. En Pacific Palisades, esos elementos están a kilómetros de distancia, separados por carreteras saturadas y sin alternativas de transporte masivo.
Más que una solución, el plan corre el riesgo de convertirse en un gesto político costoso y poco práctico, que coloca a sus futuros residentes en una trampa de aislamiento económico y geográfico. La crisis de vivienda de Los Ángeles necesita ideas audaces, sí, pero también realistas, y Pacific Palisades simplemente no está diseñado ni preparado para ser una de ellas.



